El Bautismo no solo purifica de todos los pecados, sino que hace del hombre un hijo adoptivo de Dios (cf. Ga 4, 5-7), «partícipe de la naturaleza divina» (2P 1, 4), miembro de Cristo, coheredero con Él y templo del Espíritu Santo (cf. 1Co 6,19)[i].
«Insertado en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo “reviste de Cristo” (cf. Ga 3,27): “Felicitémonos y demos gracias –dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos llegado a ser no solamente cristianos sino el propio Cristo (…). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!”[ii]»[iii].
El cristiano, el hombre injertado en Cristo, está divinizado, es verdaderamente hijo de Dios por participación, hermano de Cristo: pertenece en el sentido más auténtico a la familia de Dios (domestici Dei: Ef 2,19); por la gracia es introducido en la vida íntima de la Santísima Trinidad.
La filiación de Cristo y la del cristiano son distintas: la de Cristo es eterna, inmutable y plena; la del cristiano tiene un comienzo y es perfectible, su modelo es Cristo, Primogénito además de Unigénito. Pero, aunque se trate de una filiación distinta, el cristiano está incorporado realmente a Cristo. No se trata de una adopción meramente legal, sino de una verdadera participación en la naturaleza divina. Por eso, se puede decir que el cristiano unido a Cristo es “ipse Christus”, el mismo Cristo.
[i] Cf. CEC, n. 1265.
[ii] S. AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8.
[iii] JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor (VS), n. 21.